Un prestigioso compañero médico de familia malagueño ha escrito lo que abajo reproducimos. Refleja con dureza y claridad lo que sentimos una mayoría de la profesión debido al trato que recibimos desde hace décadas. Expresa nuestro malestar y desesperación. Ahí va:
VÁMONOS.
Mi amiga Lucía Viela, una médica de familia vocacional, una doctora de lo mejorcito que se despacha en España, una profesional como la copa de un pino a la que conocí en su etapa de residente en Málaga, una joven galleguiña que trabaja ahora en un Centro de Salud de Galicia, escribió el otro día lo siguiente: «Nunca creí que diría esto, pero sigo siendo médica porque tengo que comer». Y yo, que vi cómo Lucía expresaba lo que una mayoría de sanitarios de Primaria hablamos en los pasillos, le prometí un artículo.
Es verdad que, con la que está cayendo, a nadie le importa un bledo lo que los médicos y enfermeras digamos o dejemos de decir. Como todo el mundo sabe, somos unos privilegiados: nos regalaron el título, trabajamos casi siempre bajo techo, tratamos a los pacientes por teléfono y tenemos sueldo fijo. Bueno. Y eso sin contar los supuestos miles de millones que el Gobierno nos regala en productividad. Y cuando digo que a NADIE le importa lo que digamos o dejemos de decir incluyo en ello a nuestros propios jefes autonómicos, a nuestros propios gestores, a nuestro propio Gobierno, a nuestros propios diputados, a nuestros sindicatos dubitativos y a colectivos diversos que, a modo de papelera, nos usaron y nos usan como mano de obra barata para paliar el desastre moral, legal y organizativo, que ha supuesto esta pandemia.
Los aplausos se han convertido en amenazas, en agresiones, en gritos, en altercados en los puntos de urgencia. Negacionistas infectados quieren ahora, a toda leche, los mejores tratamientos y la inmediatez en la PCR. Renunciaron a la vacuna, pero no renuncian al oxígeno, a los corticoides ni a la camita en la UCI. Niñatos superprotegidos por sus papás, tras fiestas y bacanales en Cataluña o Mallorca, saturan a los rastreadores de Primaria, los cuales dedican su escasísimo tiempo a buscar a los contactos de estos tarados mentales. Los administrativos de los Centros de Salud, colapsados como nunca de trabajo, no dan abasto para coger los teléfonos, lo cual interfiere en la accesibilidad del ciudadano a los sanitarios y nos da ante el exterior una falsa imagen de pereza. A los políticos les suda la polla de que cuatro médicos hagan el trabajo de diez, o de que dos enfermeras hagan el trabajo de cinco, por el culo te la hinco. E incluso tenemos a un alcalde importante (el de Sanxenxo, en Galicia) que ha culpado en un pleno municipal a los profesionales de su Centro de Salud por el repunte de la pandemia. Este hijo de la gran bretaña, olvidándose del desmadre turístico de Sanxenxo, de que la población se ha triplicado en verano y de que la plantilla del Centro de Salud está en el esqueleto, dice que “los médicos y las enfermeras no están haciendo su trabajo, y que por eso las tasas de contagio en Sanxenxo son las más altas de Galicia”. Qué cabrón. Digo Sanxenxo. No el alcalde. Y si eso dice el representante electo, qué no dirán los representados en las conversaciones del bar.
Ya es tarde para la Atención Primaria española. Muy tarde. Ni miles de huelgas resucitarían a ese cadáver. Cadáver, sí. Porque sólo a un muerto se le pueden hacer las perrerías que se le vienen haciendo a la Primaria sin que un agudo chillido rompa los tímpanos de alguien; y sólo a un muerto se le puede hendir el bisturí sin anestesia y sin que se escuche un quejido. Aunque, bien es verdad, la Primaria tuvo posibilidad de resucitar en los primeros minutos en que le faltó el oxígeno. ¿Cómo? Muy fácil: con una reanimación cardiopulmonar a base de billetes de 500 euros, de contratos indefinidos, de oposiciones resueltas cada poco tiempo, de traslados ágiles, de sustituciones inmediatas a los jubilados o ausentes, de nuevas tecnologías, de sanciones rápidas a los agresores y de más minutos de consulta para atender a los pacientes como ellos se merecían… y se merecen.
Lo que queda ahora son los restos de un naufragio. Plantillas mermadas, envejecidas, agotadas física y mentalmente tras tres décadas de putadas y dos años de coronavirus. Enfermeras que no pueden más, que necesitan la presencia de otras enfermeras jubiladas para que, como auténticas heroínas, ayuden en la vacunación. Sanitarios con las vacaciones denegadas para que puedan seguir rastreando a las pandillas de juerguistas que van propagando el virus. Sentencias judiciales contradictorias por falta de una legislación unitaria y nacional que permita luchar contra la pandemia. Médicos haciendo de telefonistas-apañadores de papeles: telefonistas para la clínica y para la burocracia. Para lo que se tercie.
El abajo firmante no es nada sospechoso de falta de vocación. Como bien saben quienes me conocen, he hecho casi de todo por la profesión sanitaria de Málaga: he sido residente en el hospital Carlos Haya, médico rural, médico de antiguo ambulatorio, médico de Centro de Salud, tutor de residentes, médico de urgencias pediátricas en el Materno-Infantil, director de dos Centros de Salud, director médico del Distrito Málaga, divulgador sanitario en las redes sociales, etcétera, etcétera, etcétera. Pero ahora, a mis sesenta de edad, al igual que mi joven amiga Lucía Viela, afirmo que sigo siendo médico porque tengo que comer, y que mi máxima ilusión es jubilarme. A esto se ha llegado ya.
Y tú, compañero médico o enfermera que me lees, coge la maleta y vete. Lárgate pronto de aquí. Agarra tu fonendo, tu inglés, tu alemán, tu portugués, tu inigualable expediente académico, tu carísima formación MIR o EIR… y vete. Sube a tu mujer o a tu marido en el avión y llévatelo contigo donde te quieran más. Coge a tu hija, o a tu hijo, y busca lejanas tierras para él: otro colegio, otro idioma, otras gentes. Y no olvides al perro, a tus libros, a tus fotos… Pero deja la bata colgada en el consultorio donde te han amenazado, donde te han grabado con el móvil, donde te han insultado, donde te han pegado, donde te han toreado los pacientes y tus jefes, donde te han humillado, donde te han quitado la razón y la autoridad cuando indudablemente la tenías, donde te han perseguido por los pasillos buscando Trankimazín, donde te han reventado a base de guardias sin pagarte siquiera la comida.
Vete, médico joven. No aguardes más. Esto no tiene remedio. Te lo dice uno que sabe, uno que observa, uno que conoce, uno que estuvo en el pastel. Te lo dicen 35 años de deterioro sanitario galopante.
Vete, enfermera joven. No mires atrás. Olvida a los miles de políticos españoles que, acaso con el graduado escolar como mérito académico, te gobiernan, te mangonean y ganan más salario que tú.
Vete, compañera. Olvida los malos modos en la consulta, los móviles sonando mientras exploras, el insolente tuteo de las adolescentes para exigir una receta, la altanería con que te obligan a dar una baja que no quieres dar, o una derivación que no procede, o una analítica absurda, o un fármaco que no se necesita.
Vete. Aléjate de los millones de derechos que tienen los pacientes y de los millones de deberes que tienes tú. Aléjate de los gestores que responden en tu contra, sistemáticamente, las puñeteras hojas de reclamaciones; de esos hijos de puta que han convertido la asistencia en un infierno de papeleo, de objetivos a cumplir, de burocracia, de ordenadores que fallan, de sustitutos que no llegan, de botones antipánico escondidos bajo las mesas, de agresores reincidentes a los que no hay manera de expulsar.
Vete. No te lo pienses más. Haz lo que ya han hecho decenas de miles de compañeros: desarrollar su vocación de médico o de enfermera donde sepan apreciarlo.
Vete, y mándanos a todos a la mierda. A mí, el primero.
Que nos jodan.
Firmado:
Juan Manuel Jiménez Muñoz.
Médico.